La historia

En 1972, una joven y emocionada Yvonne Blake acude sola a recoger el Oscar al mejor vestuario por la película Nicolás y Alejandro, de Franklin J. Schaffner. En la placa de la estatuilla, junto al suyo, hay otro nombre: Antonio Castillo. Los que conocían a Yvonne aseguran que él no acudió por generosidad. Los familiares de Antonio aseguran que se negó a recoger el galardón, ofendido por tener que compartirlo con una principiante. La vida de Antonio Castillo estuvo llena de éxitos, obtuvo fama y prestigio y cualquier estrella que se preciara tenía un vestido suyo en su vestidor. Trabajó con Cocó Chanel y Elsa Schiaparelli y se hizo cargo de la Casa Paquin. Después voló a Nueva York reclamado por Elizabeth Arden y, tras un lustro, volvió a París para unir su nombre al de la Casa Lanvin.

Después intentaría una carrera en solitario y durante décadas Castillo fue sinónimo de glamour, pero la llegada del Prêt-à-porter contrarió su concepto de moda elevada a arte. Vuelve entonces a España desencantado y viste las obras de teatro de sus amigos, como Adolfo Marsillach. Fue un gran fumador, de carácter fuerte, un hombre muy cultivado y elegante, un verdadero cosmopolita, que hablaba varios idiomas; su huella estaba llamada a ser indeleble y eterna, pero su destino, como la ola que deshace una pisada en la arena, la borró de forma inexplicable, relegándole injustamente al olvido.